Nuestro entorno natural es fruto del uso tradicional y responsable del territorio. Es el resultado del ingente e inteligente trabajo de mujeres y hombres que a lo largo de generaciones han cuidado y planificado minuciosamente cada paso que daban, modelando así el paisaje y condicionando a lo largo de los años la arquitectura popular, las tradiciones y la diversidad biológica que conviven en un mismo territorio.
Se trabajaba en comunidad, entre todo el vecindario y para el bien común, pensando siempre en el futuro. Quizá hayamos perdido ahora esa perspectiva de “construir pueblo entre todos”, de según suene el tañir de las campanas socorrer un incendio o arreglar el tejado de la escuela; quizá hemos perdido el norte por habernos desarraigado de la tierra y por pensar que pagando impuestos ya habrá quien se encargue de gestionar y solucionar los problemas que surjan.
Se hace imprescindible, entonces, cooperar para preservar, para proteger y poner en valor nuestro patrimonio. Propietarios públicos y privados, empresas, instituciones, e ineludiblemente la sociedad civil, a través de entidades conservacionistas, junto con la participación individual de los vecinos o a través de asociaciones vecinales o culturales, tenemos el deber de organizarnos y ponernos manos a la obra, ponernos a trabajar por el bien común, por nuestro patrimonio, máxime cuando la naturaleza no entiende de propiedad ni de límites.
Así, la custodia del territorio se perfila como “un matrimonio bien avenido” entre un propietario que posee un bien de interés general, y un grupo de personas que desean colaborar en su mantenimiento, generando responsabilidades compartidas y trabajo conjunto, con buena voluntad y beneficio para todos.
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