La frecuencia de brotes epidémicos ha ido aumentando progresivamente en los últimos años. Entre 1980 y 2013, se registraron 12.012 brotes, que comprendieron 44 millones de casos individuales y afectaron a todos los países del mundo. Diversos factores han contribuido a este aumento, como el crecimiento del turismo y el comercio mundial o el crecimiento de la densidad de población. Sin embargo, el cambio climático y a biodiversidad son los factores más sorprendentes.
La deforestación ha incrementado progresivamente durante las dos últimas décadas y está ligada al 31% de los brotes como el Ébola, el Zika o el virus Nipah. La deforestación provoca que los animales salvajes abandonen sus hábitats naturales y se acerquen a las poblaciones humanas, aumentando las posibilidades de contagio de enfermedades zoonóticas- enfermedades transmitidas de animales a humanos-. Además, el cambio climático está alterando y acelerando los patrones de transmisión de las enfermedades contagiosas como la malaria, el Zika o la Fiebre del dengue, que a su vez está provocando nuevos desplazamientos humanos. Movimientos de grandes grupos a nuevas localizaciones, a menudo en condiciones precarias, que aumentan la vulnerabilidad de estas poblaciones ante amenazas biológicas como la malaria, enfermedades diarreicas, el sarampión o infecciones respiratorias.
Preparación ante las pandemias
Las buenas noticias, ante este escenario desolador de nuevos brotes, es que su impacto en la salud de los humanos es menor debido a la medicina y a los avances de los sistemas sanitarios. Hasta ahora, han conseguido contener el efecto en la mortalidad gracias a contramedidas como vacunas, antivirales y antibióticos, que han reducido el riesgo de pérdidas masivas.
La realidad, sin embargo, puede ser mucho menos esperanzadora. Estos últimos 20 años de nuevas enfermedades puede considerarse como una serie de “cuasi catástrofes” que se han guiado por la complacencia en lugar de por un aumento de la vigilancia necesaria para controlar estos brotes. Afortunadamente, la seriedad de la crisis del COVID-19 ha promovido que organizaciones clave como la Organización Mundial de la Salud y la Coalición para la Innovación en Preparaciones para Epidemias (CEPI) hayan sentado las bases para evitar que las actuales epidemias deriven en pandemias.
Uno de los puntos clave para la preparación ante las pandemias es subrayar dónde es más necesario aumentar la investigación y el desarrollo. En 2015, la OMS introdujo una lista de “enfermedades prioritarias”. Este documento es revisado cada año para identificar la “Enfermedad X” como una forma de focalizar la atención de los investigadores en los posibles riesgos de enfermedades que actualmente no pueden ser transmitidas a humanos o que son transmitidas de manera leve. De la misma manera, desde la Coalición para la Innovación en Preparaciones para Epidemias ofrecieron financiación a compañías y grupos académicos que promoviesen nuevas ideas para vacunas o nuevos procesos de manufacturación que pudieran producir, a escala, vacunas de (o similares) a la inmunoprofilaxis, ya que no suelen ser las más comunes.
Las tecnologías innovadoras son esenciales en la búsqueda de nuevas vacunas. Sin embargo, el éxito en el desarrollo de un nuevo medicamento no tiene por qué estar ligado a desarrollos como la biología sintética, sino que también, en ocasiones, está ligado a soluciones basadas en la naturaleza y la biodiversidad. Así, algunos investigadores están volviendo a la naturaleza para buscar nuevas opciones terapéuticas. Se estima que entre 50.000 y 70.000 especies de plantas son cosechadas para la medicina moderna o la tradicional. Alrededor del 50% de los medicamentos modernos han sido desarrollados a partir de productos naturales y ahora podrían estar amenazados por la pérdida de biodiversidad.
La deficiencia en la preparación básica en algunos países es un obstáculo importante en las posibles actuaciones ante pandemias. Se han llevado a cabo progresos desde la crisis del Ébola (2014-2016), pero gran parte de los países no han alcanzado los estándares mínimos internacionales en su capacidad de detectar, evaluar, informar y responder ante episodios graves de amenazas a la salud pública como se estipuló en el Reglamento Sanitario Internacional que entró en vigor en 2007.
Desde el comienzo del 2020, la OMS ha ayudado a establecer 40 laboratorios en 35 países africanos (donde no había ninguno antes del brote) para llevar a cabo test que mejorarán la velocidad de detección y su control.
Fuente: World Economic Forum
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